lunes, 8 de diciembre de 2008

El Instituto del Libro


En 1956, a los once años, mi familia me envió de La Vega a Santo Domingo a estudiar el bachillerato en el Colegio De La Salle buscando una mejor educación, pero en realidad quedaba claro y establecido que Arturo, mi padre, quería evitar a toda costa que fuera adoctrinado por la dictadura. Lo logró sin mucho esfuerzo. Así fue como llegué a la capital. El antecedente viene al caso porque en los últimos años que hice en el Colegio La Milagrosa, en la Ciudad Colonial, entré en contacto con un lugar que me pareció el mundo más fascinante y democrático que podía suponer: el Instituto del Libro.

Me doy cuenta que era demasiado para un chico que venía de provincia. Los hermanos Escofet (José y Manuel) habían creado un espacio lleno de magia. Eran unos catalanes republicanos amables y paternales que acostumbraban a orientar a uno sobre las mejores o más convenientes lecturas. Animado por mi profesor de literatura, Rafael Lara Cintrón, y por la cercanía, pasaba horas deleitado con unos libros que se podían examinar sin restricción e incluso leerlos allí mismo.

La librería tenía un salón amplio con mesas que mostraban las novedades y paredes enormes forradas de libros hasta el tope. Al fondo, un salón abierto servía de sala de lectura donde podía uno pasar el rato leyendo sin obligación de comprar. Cincuenta años después las librerías modernas funcionan de esta manera. Luego, ya en la democracia y con la pasión por la arquitectura a cuestas, frecuentaba ese rincón de mis asombros en busca de los últimos títulos de arte y arquitectura. Era mi contacto con el mundo.

El Instituto del Libro lo hizo José A. Caro Álvarez (1910-1978) a inicios de los años 50. Es un edificio medianero de uso mixto, con comercio abajo y dos pisos de apartamentos arriba. Pero lo más notable es su conducta y escala pública, su relación con la ciudad, ese vacío que crea junto a la acera y la gran altura al frente con la entrada retirada a modo de zaguán abierto y una vitrina que parece flotar. De antología.

El edificio se afilia al período plano del racionalismo arquitectónico de la primera modernidad; muy correcto, de detalles sutiles, resuelto con sencillez, pero con ingenio y fuerza. Un día, hacia el final de mis estudios universitarios, descubrí algo en su fachada que me dejó atónito. Sus balcones tienen una especie de cortinas en bloques de vidrio curvos que parecen estar a medio abrir o a medio cerrar. Una ocurrencia tan particular y atrevida que siempre me saca mi mejor sonrisa. Hasta ese momento nunca había visto bloques de vidrio curvos y menos usados de esa manera, como si fuera una cortina de cabaret. ¡Alucinante!

En el Instituto del Libro vi a don José Antonio por última vez. Era una tarde de otoño del 1977, cuando lo encontré en medio de una animada conversación con los Escofet y al verme interrumpió un minuto para contarme lo mucho que le había gustado la propuesta del BHD. Eso lo tengo fresco en mi memoria.

Cada vez que hago un recorrido en bici por el centro histórico paso un rato contemplando el Instituto del Libro y tengo la impresión de que cuando Felipe (Branagan) me nota tan embobado piensa que estoy "explotado" y falto de potasio. 

A veces me imagino allí como el chico que enviaron a estudiar a la capital y quedó perplejo cuando vio el mar, pero también me veo descubriendo la pasión por la lectura en aquel lugar de ensueño y lleno de magia creado por los hermanos Escofet.




Instituto del Libro. Arzobispo Nouel No. 258, Santo Domingo.

5 comentarios:

PeNeLopE dijo...

Es un edificio muy bueno, la solución de la escalera y como se articula, aunque ya no se ve, con el retranqueo de la primera planta es admirable.
Su fuerte presencia urbaba, su escala, hace que este edificio se integre con el contexto sin estridencias pero con carácter.
Es una pena que este abandaonado, es una pena que desapareciera el Instituto del Libro...

Omar

Marcos Barinas Uribe dijo...

Siempre me ha fascinado ese edificio y la mayoria de los edificios blancos con "algo de color" de la zona, pero nunca pensé que estuviera tan cargado de buen "espiritu". Tendran espíritu los edificios ademas de causar respeto?. ;-)

Anónimo dijo...

Es muy elegante y sencillo ese edificio, tiene presencia; si mal no recuedo la vitrina era en chaflán y te incitaba a entrar al local cuando la recorrías; ademäás producía un contacto directo con el interior por su transparencia y viceversa hacia la calle.
fb

Unknown dijo...

Me quito la gorra del Glorioso Licey!!!!!
Verdadera arquitectura simple,bella y armonica.

Anónimo dijo...

Este articulo me trae gratos recuerdos de mi infancia, en una época anterior a la de Plácido Piña, digamos unos 8-10 años antes estando yo en el bachillerato, primero en La Salle y posteriormente en La Normal Presidente Trujillo, recuerdo que cada domingo bajaba con mi padre al edificio de correos a recoger la correspondencia del apartado de correos y luego se paraba cerca del mediodía en la librería de los hermanos Escoffet ( José María el mayor y Enrique el menor de edad pero de mayor altura),que estaba primero en la Arzobispo Meriño por los frentes del colmado Velázquez y posteriormente en la Arzobispo Nouel 258 (de la nueva numeración de la calle, pues la original andaba por debajo del 100), y al igual que el amigo Plácido disfrutaba primero de los libros infantiles como Pif Paf, Billiquen y posteriormente de los libros propios de la carrera de Ingeniería que pensaba estudiar. Más adelante del 1949-1954, era por mi cuenta, asiduo asistente a esa librería en la que revisaba cuanto libro al igual que otros estudiantes interesados en ello, los libros de nuestra carrera sin costo alguno.

Podría confirmar sin duda alguna que otros muchos estudiantes y profesionales disfrutaron de esa amabilidad y generosidad de los Escoffet, personajes de hidalguía sin igual llegados al país como consecuencia de la cruel Guerra Civil Española, de quienes al través de los años guardo no solo un grato recuerdo sino también un sincero agradecimiento por la hermosa imagen que representaron ante el país de nuestra forzosa inmigración.

Juan Gil Argelés